Paraguay, a menudo aclamado como un campeón de la estabilidad macroeconómica en la región, se encuentra en una situación económica precaria que contrasta con la retórica optimista y la jactancia tecnocrática. Detrás de las palabras de elogio y las afirmaciones de éxito, el país se enfrenta a una encrucijada económica que las autoridades prefieren pasar por alto. La pésima gestión de los recursos públicos y el impacto de la pandemia han generado un desequilibrio fiscal de dimensiones alarmantes.
A pesar de las celebradas reformas implementadas en 2003, el aumento en la recaudación fiscal ha servido principalmente para alimentar la creciente burocracia estatal. Esta expansión desordenada y excesiva del aparato gubernamental ha permitido a los burócratas en el poder mantener sus lucrativos puestos en las altas esferas del gobierno y perpetuar su sistema de prebendas.
Mientras los tecnócratas se pavonean con discursos inflados sobre la supuesta estabilidad «macro», la realidad económica del país se desploma como un paracaídas averiado. El aumento vertiginoso del gasto público ya alcanza el 33% del PIB (años luz de la convergencia con la ley de responsabilidad fiscal), y ¿cómo lo están financiando? Con una montaña de deuda que se eleva al 34% del PIB, esperando llegar al 36% al cierre de 2023, creciendo sin freno alrededor del 10% anual.
Este abuso irresponsable de gasto y endeudamiento ha desencadenado consecuencias fiscales nefastas para la economía paraguaya: un crecimiento del PIB en promedio anual entre 2019 y 2022 de 0,8%. Sin embargo, si descontamos el crecimiento del PIB en 2021, que fue un rebote cíclico, el crecimiento promedio anual entre 2019 y 2022 es de -0,2%. Pero eso no es suficiente, la situación monetaria también se tambalea peligrosamente desde la pandemia de COVID-19, cerrando el año pasado con dos dígitos. Para «sostener» la economía, el banco central ha implementado políticas monetarias defectuosas que no solo han presionado los precios al alza, sino que, a la postre, han derivado en dolorosas alzas de tasas que han asfixiado el crecimiento. La independencia del fisco y el banco central ha cedido ante la discrecionalidad y el desorden.
La respuesta de los neokeynesianos del nuevo gobierno es aún más aterradora. Creen que el problema no radica en el gasto desbocado, sino que la solución está en apretar al máximo la recaudación tributaria. Pretenden fusionar instituciones y ejercer un control más estricto para aumentar los ingresos tributarios, castigando aún más el ahorro e imposibilitando la acumulación de capital. Una estrategia digna de un chiste macabro: culpar a los contribuyentes por su propia incompetencia y derroche.
Los políticos, en su búsqueda de chivos expiatorios, culpan al «estado chico» y su “ineficacia recaudatoria” como las raíces del malestar económico. Pero el problema real reside en su propia incapacidad para resolver los problemas que ellos mismos han creado. El leviatán gubernamental, con su implacable destino expansivo e inoperante, ha demostrado ser un lastre insostenible. La ciudadanía sufre una persecución fiscal digna de la edad inquisitoria, mientras el gobierno pretende implantar una entidad de planificación central disfrazada de ministerio de economía y finanzas. La teoría económica keynesiana es solo un espejismo en este circo económico y político.
El Presupuesto General de la Nación, previsto para 2024, muestra la pesadilla en la que se ha convertido la asignación del gasto. Un 87% del mismo se destina a gastos rígidos, principalmente salarios, haberes jubilatorios y servicio de la deuda pública. Paraguay lidera la región en gastos rígidos, siendo un 44% el promedio de América latina y el caribe, demostrando la magnitud del desastre. Mientras el stock de endeudamiento crece sin control y las restricciones presupuestarias son continuamente ignoradas y violadas, el ministro de economía augura una histórica nueva toma deuda a través de colocación de bonos en el mercado financiero.
Aquel alardeo sobre la presunta estabilidad macroeconómica garantizada por los keynesianos se ha derrumbado como una torre de legos. El problema de fondo se remonta a la fatal arrogancia hayekiana, donde las autoridades gubernamentales presumen tener el conocimiento absoluto sobre las acciones y decisiones de los agentes económicos, lo que ha generado efectos contraproducentes para todos. Han alterado las señales y mecanismos que coordinan el conocimiento disperso y descentralizado a lo largo de toda la sociedad, centralizando nada más que ignorancia en dichas «superinstituciones». Esto ha distorsionado el proceso de mercado, lastimando las señales de precios, por ende la asignación correcta de los factores productivos, derivando en consumo de capital y finalmente castigando severamente los salarios reales.
Ante esta acuciante situación macroeconómica, es imperativo hacer frente a las obligaciones de pago y establecer una importante reducción del gasto. Sin embargo, en esta ocasión, el ajuste tiene que caer sobre la política. Es hora de señalar con dedo acusador a aquellos políticos que, con su aguda arrogancia y abultado egotismo, han abusado del poder y menospreciado la teoría económica. Es hora de que enfrenten las consecuencias de sus acciones y se hagan responsables de la debacle económica que han provocado.